Invitación a transfigurar el Estado
Samuel Luna
El político que abandona su sueño de transformar el Estado por una práctica omnívora y arrolladora para obtener beneficios personales no es digno de confianza. Si un político compra o debilita los poderes del Estado con el único objetivo de perpetuarse en el poder y así producir oro y plata de forma desbordante y fraudulenta, este tipo de político no nos puede representar en el Estado.
Cuando el político abandona su sueño y debilita el Estado, podemos decir sin temor a equivocarnos, que esa persona ha llegado al punto más alto de la corrupción; pero esto no se para aquí, el mismo sujeto que se ha corrompido, continúa agitando de forma sigilosa a los sectores donde él ejerce un radio de influencia para así seguir corrompiendo los principios de la democracia que fortalecen todas las
estructuras del Estado. Un agitador de esa índole representa negativamente al país y se convierte en un sicario enemigo de la libertad, de la equidad y de la dignidad de cada ciudadano. Es un sicario porque extirpa y elimina la vida plena de todo aquello que genera estabilidad en el accionar de la sociedad.
Cuando los mal llamados líderes del país practican la mentira y el soborno de forma pública; cuando las relaciones están por encima de las leyes y el dinero es la materia prima que mueve el accionar del Estado; cuando existe este tipo de conducta, lo que estamos produciendo son sicarios estatales, que disfrazan su egoísmo y sus ambiciones faraónicas con frases de patriotismo y consignas que no son coherentes con su estilo de vida, y mucho menos con los resultados perturbadores que seguimos observando en nuestro diario vivir.
En un país donde prevalece la corrupción como norma de vida, se nos hace muy difícil, por no decir imposible, establecer políticas que beneficien a todos los sectores del Estado. En ese ambiente, la corrupción crea una sensación de inseguridad en los sectores empresariales; además, los productores, agricultores, educadores, obreros y padres de familias son expuestos a la inseguridad y a un ataque constante que se genera en una sociedad amargada, rebelde y enojada por el alto nivel de corrupción. La corrupción no solo genera pobreza, también genera desconfianza, temor y desintegración en la cultura nacional, creando patrones y paradigmas de conductas negativas.
Podemos ver como en nuestro país se compra de forma descarada y abierta el voto de muchos ciudadanos, a esto se le suma la ambición de llegar al poder, tanto así, que cuando llegan a esos puestos gubernamentales, no quieren dejar sus posiciones y abrazan un comportamiento señorial, burlesco y tiránico.
Si queremos un país y un Estado que genere seguridad; si deseamos un país donde los empleados públicos se tomen en cuenta por su capacidad y no por el partido al que pertenecen; si queremos vivir en paz, seguros, y con las necesidades básicas cubiertas; si queremos llegar a nuestras casas sin el temor de que nos están esperando para secuestrarnos; si realmente queremos esto para nuestros familiares, entonces, hay que eliminar esta cultura burlesca, señorial y dictatorial porque si no lo hacemos pronto tendremos un terreno donde germinará la práctica de la corrupción en nuestra sociedad. Por eso debemos parar las figuras mesiánicas y promover servidores públicos que no usen el dinero para comprar la dignidad de los demás. No debemos creer ni en las palabras ni en los abrazos de nadie; las mejores palabras se encuentran en el imperio de la ley, y los mejores abrazos son aquellos que nos regala la democracia.
Llamo a una transfiguración del Estado, a reeducar y a movilizar de forma intencional y planificada al pueblo para que sus ojos sean abiertos y entiendan que el político es nuestro empleado. Urge establecer duras consecuencias para los corruptos. ¡Hay que transfigurar el Estado!
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