El 16 de agosto del año 2000, luego de terminar la ceremonia de traspaso de mando por ante la Asamblea Nacional, me dirigí a mi lugar de residencia. Al doblar por la Avenida Independencia, sentí, de manera persistente, la bocina de algunos vehículos que venían detrás del que me transportaba.
Le pregunté al conductor: ¨_Qué ocurre? -Por qué están tocando esas bocinas?¨ ¨Ah, me contestó, porque quieren que nos echemos a un lado.¨
Era la primera vez en cuatro años que sentía el toque de bocinas detrás de nuestro vehículo. Normalmente, sucedía al revés. Era el nuestro el que les tocaba a los que se encontraban delante para que nos cedieran el paso.
Pero hacía tan sólo unos minutos que había entregado la banda presidencial, y eso ocasionaba que rápidamente retornase, como se dice en el argot popular, al reino de los mortales.
Para muchas personas, el poder consiste en eso: en el aspecto simbólico, ceremonial y mítico con el que usualmente se ven envueltos los actos oficiales. Pero, en realidad, el poder es mucho más que eso. Es más bien una relación social que se establece entre quienes, por un lado, dirigen o mandan, y quienes, por el otro, obedecen o figuran en calidad de subalternos.
Lo más importante, sin embargo, es establecer por qué ocurre esto. A qué se debe esa relación de poder o de dominio de unos sobre otros.
Lo que se ha logrado consignar es que la gente obedece al poder, básicamente por tres razones. Primero, porque considera que es correcto, que es válido hacerlo, lo que determina que el poder tenga carácter de legítimo.