Los arquitectos de la política exterior de Trump en la nueva doctrina Monroe que lo acercan a una guerra mundial

Los arquitectos de la política exterior de Trump en la nueva doctrina Monroe que lo acercan a una guerra mundial

Los arquitectos de la política exterior del presidente Donald Trump parecen haberse tomado su tiempo para estudiar los libros clásicos de historia sobre las causas de las guerras mundiales, como La guerra que acabó con la paz, de Margaret MacMillan, o La crisis de los veinte años, de E. H. Carr, y luego haberse dicho: “ahí es exactamente donde queremos llevar al mundo”.

Donald Trump, tanto en su primer mandato como ahora, durante los once primeros meses del segundo, ha dejado claro que el consenso bipartidista posterior a la Guerra Fría, a través del cual Estados Unidos supervisaba un orden mundial económicamente integrado, regido por leyes comunes que regulaban las relaciones de propiedad, el comercio y los conflictos, ha dejado de ser útil. En su lugar, la Casa Blanca ofrece una visión del mundo dividido en esferas de influencia competitivas y guarnecidas.

El pasado mes de noviembre, la Casa Blanca publicó su informe sobre la Estrategia de Seguridad Nacional, que pretendía codificar esta transición.

El informe toca todos los elementos asociados al nacionalismo agraviado de “Estados Unidos primero”: denuncia el globalismo, el libre comercio y la ayuda exterior; rechaza la construcción nacional y pide a los miembros de la OTAN que destinen una mayor parte de su PIB a gastos de defensa.

Estados Unidos, advierte el informe, ya no “asumirá para siempre cargas globales” que no tengan relación directa con su “interés nacional”.

El núcleo del informe es la promesa de “reafirmar y hacer cumplir la doctrina Monroe para restaurar la preeminencia estadounidense”.

En el pasado, los militaristas invocaban esta postura en gran medida por costumbre, recitando un eslogan trillado. En este caso, sin embargo, desempeña un papel más importante en la definición de lo que podría ser un futuro orden mundial basado en la primacía de Estados Unidos.

Para los no iniciados, la doctrina Monroe no es ni un tratado ni una ley. Comenzó como una simple declaración emitida por el presidente James Monroe en 1823, en la que reconocía la independencia de las repúblicas hispanoamericanas y advertía a Europa que el hemisferio occidental estaba fuera del alcance de “futuras colonizaciones”.

El presidente James K. Polk, en 1845, fue uno de los primeros en plasmar la declaración por escrito, invocando la “doctrina Monroe” en su impulso para arrebatar California a México antes que los británicos. Polk volvería a citar a Monroe cuando anexó Texas.

Los presidentes posteriores utilizaron la doctrina como una orden policial abierta, autorizando ocupaciones militares en serie y golpes de Estado respaldados por Estados Unidos. A finales del siglo XIX, los latinoamericanos tenían una nueva palabra para describir el intervencionismo estadounidense: el monroísmo.

Que el gobierno de Trump recurra a este viejo adagio diplomático para definir su filosofía de política exterior tiene sentido. A medida que el orden mundial se divide en esferas de influencia en competencia, cada potencia regional necesitaría tener bajo control sus zonas interiores: Moscú en las antiguas repúblicas soviéticas, entre otros lugares; Pekín en el mar del Sur de China y más allá; Estados Unidos en Latinoamérica y, posteriormente, en Medio Oriente, en común acuerdo con países árabes e Israel.

El gobierno de Trump ha presidido en los últimos meses un frenesí de actividad, no solo ejecutando asesinatos de personas en lanchas rápidas, supuestamente dedicadas al contrabando de drogas, sino también inmiscuyéndose en la política interna de Brasil, Argentina y Honduras; lanzando amenazas dispersas contra Colombia y México; amenazando a Cuba y Nicaragua; aumentando su influencia sobre el Canal de Panamá e incautando un petrolero frente a las costas de Venezuela.

El Pentágono también está llevando a cabo un refuerzo militar en el Caribe que casi no tiene precedentes por su escala y concentración de potencia de ataque, aparentemente con el objetivo de efectuar un cambio de régimen en Venezuela.

Los nacionalistas de “Estados Unidos primero” han sido durante mucho tiempo los defensores más acérrimos de la doctrina Monroe. Tras la Primera Guerra Mundial, los nacionalistas la utilizaron para oponerse a la Liga de las Naciones propuesta por Woodrow Wilson. Henry Cabot Lodge, el poderoso presidente republicano de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, advirtió que si Estados Unidos se unía a la Liga, “la doctrina Monroe desaparecería” y, con ella, la soberanía nacional. Lodge, que se identificaba como partidario de “Estados Unidos primero”, dijo que se negaba a jurar lealtad a la bandera “mestiza” de la Liga de las Naciones.

Los senadores presentaron una resolución que aseguraba que nada en el mandato de la Liga impediría a Estados Unidos utilizar la fuerza militar en Latinoamérica y que la doctrina Monroe permanecería “totalmente fuera de la jurisdicción de dicha sociedad de naciones”.

Cediendo a las presiones, Wilson intentó neutralizar la oposición insertando una cláusula en la carta de la Liga que reafirmaba la “validez” de la doctrina Monroe. En vano. El Senado siguió votando en contra de la adhesión.

Para ese momento, Estados Unidos perdió su derecho de propiedad sobre la frase. Después de que el ejército imperial japonés invadiera Manchuria en 1931, Tokio declaró su propia doctrina Monroe. El Reino Unido invocó una “doctrina Monroe británica” para justificar la continuidad de su imperio. Y Adolf Hitler respondió a la exigencia de Franklin Roosevelt de que respetara la soberanía de los vecinos de Alemania señalando al presidente estadounidense la propia doctrina Monroe de su nación: “Nosotros, los alemanes, mantenemos exactamente la misma doctrina para Europa, o al menos para la región y el interés del gran Reich alemán”.

Mientras el mundo marchaba hacia una segunda guerra global, muchos de sus beligerantes lo hicieron citando la doctrina Monroe.

La renovación de la doctrina Monroe por parte de Trump llega en un momento igualmente precario de la política mundial. Su estrategia de seguridad nacional identifica a América Latina no como parte de una comunidad común de naciones del Nuevo Mundo, como lo hizo Monroe en su declaración de 1823, sino como un teatro de rivalidad global: un lugar de donde extraer recursos, asegurar cadenas de productos básicos, establecer baluartes de seguridad nacional, luchar contra las drogas, limitar la influencia china y acabar con la migración, sustrayendo las riquezas y saqueando los recursos naturales en beneficio de Estados Unidos.

“Estados Unidos”, insiste el informe de la Estrategia de Seguridad Nacional, “debe ser preeminente en el hemisferio occidental como condición de nuestra seguridad y prosperidad”, capaz de actuar “donde y cuando” lo necesitemos para asegurar los intereses estadounidenses.

El “corolario” de Trump a la doctrina Monroe simplemente significa que Latinoamérica va a quedar cerrada y los latinoamericanos, excluidos.

Washington no tiene intención de retirarse de su posición de primacía global. En lugar del ya desaparecido orden internacional liberal, la Casa Blanca está globalizando implícitamente la doctrina Monroe, reclamando para Estados Unidos el derecho a responder unilateralmente a las amenazas percibidas no solo dentro de su hemisferio, sino en cualquier lugar de la Tierra. No hay más soberanía ni derecho internacional en el nuevo mundo de Trump; este orden solo será, según las teorías de los arquitectos de la política exterior estadounidense, liderado por psicópatas y prejuicios políticos e ideológicos del grupo MAGA.

¿Tendrá éxito o las potencias emergentes lo aceptarán? En el caso de Venezuela, aparentemente será la primera víctima, y podría convertirse también en un holocausto.

Este país suramericano, a pesar de no ser una potencia militar, posee otros elementos de importancia que se convierten en valores estratégicos al momento de defenderse y empoderarse en las luchas colectivas.