La deontología judicial: entre la mediatez y la inmediatez

Por Fernando Díaz / periodista.
“La justicia es la verdad en acción”. Joseph Jourbert
La sagrada misión de administrar e impartir justicia ha sido entendida desde la antigüedad como una tarea propia de seres virtuosos y predestinados por los dioses en virtud de la importancia que reviste para la convivencia y el desarrollo social. Es por ello, que las decisiones judiciales son vistas como designios de un ordenamiento cósmico, toda vez que las mismas sean apegadas rigurosamente al principio de legalidad y los fundamentos del buen derecho.
Por otro lado, cuando los casos son tratados con prejuicios y sesgos evidentes, y promovidos a nivel mediático, facilitando información a medios de comunicación escogidos, en franca violación a los derechos fundamentales de los imputados, la población entiende que lejos de hacer justicia, el objetivo es hacer daño, degradar la condición humana y denigrar la dignidad personal, lo que se vincula al abuso de poder sobre todo si los procesados son políticos o ciudadanos de alto perfil social.
En los últimos años la credibilidad de los ministerios públicos y de la justicia misma se ha visto resquebrajada por esta práctica sensacionalista que apela más a las emociones que a la racionalidad que debe primar y normar los procesos. Otro hecho de esa praxis es la colocación de nombres patronímicos derivados principalmente del linaje animal, con lo que se ridiculizan los casos, y por ende, a los procesados. La solicitud de acción coercitiva pidiendo la privación de libertad en casos que no lo ameritan por los arraigos que poseen los imputados, es un ejercicio contraproducente y de puro populismo al más alto nivel, y que evidencia más bien la inclinación a mantener un reality show que un proceso serio que realmente persiga el delito, el dolo o la corrupción administrativa. Y precisamente en los casos en los que con más vehemencia se pone de manifiesto el susodicho guion son aquellos en los que hay políticos implicados, especialmente los últimos en salir del tren gubernamental.
Para una franja de la sociedad esto es percibido con deleite y solaz regodeo creyendo que se aplica justicia, empero, para otros es percibido como una andanada de persecución política, y peor aún, lo ven además, como una instrumentalización de la justicia perpetrada por organismos internacionales y fundaciones privadas de vocación globalista para inhabilitar la clase política a escala mundial y controlar los resortes institucionales de algunos países. Los casos registrados en América Latina y otras latitudes constituyen un ejemplo palpable e indubitable. Es risible la fabricación de expedientes extensos y obesos, pero sin solidez probatoria. Por eso ante la incapacidad de sustentarlos la alternativa más recurrente es 18 meses de prisión preventiva. Eso granjea y capitaliza una gloria y simpatía momentánea, verbigracia: Sergio Moro en Brasil. Pero no pasa de ahí. De manera que el que pretenda hacer carrera política instrumentalizando la justicia, está pasao. Está pasao porque ante el exceso de información de que se dispone hoy día, la sociedad tiene capacidad para analizar y valorar los desaciertos de los actores del sistema de justicia en su conjunto. Sin embargo, a tanto se ha atrevido el Ministerio Público cuando se siente auspiciado por el poder político local o foráneo, que incurre en la indelicadeza de allanar un extra poder, lo que denota una aviesa intromisión y choque institucional, verbigracia: la Cámara de Cuentas. El sistema judicial deberá alejarse del fatídico influjo político, de la premiación a delatores en tratativas que evidencian acuerdos arreglados que, aunque permitidos por la ley delatan contubernios que la sociedad percibe como gazapos de impunidad porque ¨si roban mucho, pero negocian con la fiscalía, no les pasa nada¨, desvirtuando el criterio de oportunidad, y debilitando así la credibilidad no solo en la llamada lucha anticorrupción, sinó también en la institucionalidad democrática de la nación.
En la República Dominicana aspiramos a un robusto sistema judicial fundamentado en el principio de estricta legalidad, y en el debido proceso. Debido proceso que debe estar caracterizado por el respeto a los principios del ordenamiento jurídico vigente en el país. Un debido proceso sin filtraciones a medios de comunicación elegidos para divulgar con interés malsano y aleve, las intencionalidades de los casos. Un debido proceso garantista, aunque no impune, con expedientes bien formulados, sin aspavientos ni histrionismos, sin circos mediáticos, con petitorios bien fundamentados, con argumentaciones lógicas e irrefutables, y con pruebas vinculantes, para que cuando éstos lleguen al ámbito propiamente judicial, los jueces dispongan de verdaderas piezas con elementos de juicio. Ese es el más grande imperativo al que deberá abocarse el Ministerio Público, el Consejo Nacional de la Magistratura, la Escuela Nacional de la judicatura, la Suprema corte de Justicia y el Tribunal Constitucional, este último como órgano protector de los derechos fundamentales llamado a garantizar una tutela judicial y un debido proceso. Es por tanto el poder judicial el llamado a seguir sosteniendo el clima de confianza que aún posee, y que puede superar a niveles de excelencia. Sostener el garantismo penal como un baluarte de la protección de los derechos fundamentales, de la democracia social, y de la justicia misma. Aunque en el país los jueces se han visto bajo el escarnio de ciertos actores del Ministerio Público con el propósito de condicionarlos y predisponerlos. Diariamente se ven obligados a lidiar con estas zozobras, y es socorrido todo lo que se profiere de ellos en los pasillos de los centros judiciales, y máxime cuando emanan sentencias no favorables a la procuraduría.
En la conciencia de los jueces está la preservación de la convivencia democrática de la nación, la preservación de la libertad como derecho fundamental y humano. De la libertad en su sentido lato: libertad de expresión, libertad de asociación, libertad de conciencia, libertad personal, libertades propias de un estado de derecho que permita defender el valor de la libertad, en un régimen de efectivo controles jurisdiccionales, sujeto a la legalidad, sin incurrir en irracionalidades punitivas ni en prácticas vengativas, respetando el derecho de presunción de inocencia, y teniendo siempre en cuenta que la finalidad judicial de utilidad ética es la reinserción social del infractor. Eso esperamos del sistema de justicia de la República Dominicana. Lo mismo que espera Temis.
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