Netanyahu y Trump, qué importa lo que piense la ONU, el inframundo de los vampiros como nuevo orden mundial

Por Henry Polanco
En el estado formal del mundo, la guerra es un medio, no un fin; pero como el fin es inestable, ella se hace perenne para preservar la escurridiza apacibilidad, y es el legado cultural del origen del hombre. Cuando se dice que avanza es porque su inevitable existencia sube de decibeles.
Tal parece que la sangre humana vale cero, en el mundo de las oligarquías occidentales. Y no importa qué piense la ONU, importa lo que piense Trump; total, la ONU no tiene misiles ni marines.
Proviene de la medianoche de los tiempos, cuando unos hombres y dioses “sobrevivían” más que otros; esto es, cuando el hombre empezó a rebelarse comparativamente con hombres y dioses, contra un destino menos afortunado, utilitario y esclavista.
Ergo, la guerra es un medio de liberación para unos y de opresión para otros. Un período de paz es aquel en que un poder se consolida y se estatiza, disimulando con ideas y educación (dialéctica) la condición oprimida del otro.
Una bomba de tiempo que estalla cuando los esclavos despiertan y se dan cuenta de que han estado sumidos en la profundidad de una mina.
Visto así, la condición humana es bélica por más que el carácter de un hombre sea profundamente sumiso: otros no lo toleran y encienden la mecha de las reformas en su nombre.
Creer, el mecanismo cerebral de la fe entarimado como religión, intentó arreglar el embrollo ofreciendo en el cielo lo que imposible es de conseguir en la tierra: paz, mansedumbre. En un principio fueron los dioses, luego los reyes y, finalmente, los hombres, constituyendo estos últimos el mundo a ser dominado o conquistado; en el ínterin del esquema evolutivo medió la guerra reformatoria, apuntando a hacer de hombres reyes y de reyes dioses.
De hecho, un largo período de “paz” de la humanidad (con rescoldos hasta el presente) consistió en el uso de semejante mecanismo engañoso: entre sumerios, los dioses gobernaban porque eran dioses, siendo seres vivientes procedentes de otros mundos, según las referencias míticas e históricas más antiguas que se conocen; entre egipcios, griegos y romanos, los reyes lo hacían porque procedían de aquellos, los dioses; y entre mortales, cuando ya era inconcebible que un simple simio barrigón fuese un dios (o procediera de ellos) y a los mineros difícilmente se les ocultaba que eran esclavos, se dice que un gobernante europeo se atrevió a rememorar que “el Estado soy yo”.
El secretario de Estado estadounidense, Marco Rubio, quien acaba de visitar el país, transmitió el mensaje: bien, simplemente apresúrense. A Trump no le preocupa lo que está sucediendo, sino cómo está sucediendo: cuanto más larga sea la acción militar contra Hamás y los enemigos de Israel, mayores serán los costos políticos para la Casa Blanca.
No fatales, pero sí inconvenientes. Uno de esos «costos» fue el ataque israelí contra Doha, la capital de Catar, un estrecho aliado militar y político de Washington. Supuestamente, el objetivo era eliminar a los líderes de Hamás que se encontraban allí, negociando a través de intermediarios cataríes el destino de los prisioneros y un alto el fuego.
Aparentemente, el objetivo no se logró, y el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, lo reformuló retroactivamente como «enviar una señal». No hay lugares seguros para los radicales, dijo, e Israel no reconoce el derecho de nadie a albergarlos. Y eso funcionó. Israel ha demostrado que las consideraciones políticas y diplomáticas tradicionales ya no importan, que hablar del derecho internacional humanitario eso es pendejadas; lo que importa es la fuerza, y la fuerza la usa el que tiene fuerza, que son Donald Trump y Netanyahu, para los cuales no hay parámetros para derramar sangre inocente y saciar sus colmillos asesinos.
El lema de Trump, «paz a través de la fuerza», ha alcanzado su máxima expresión en Israel: a través de la fuerza, y solo a través de la fuerza. Esto supone una ruptura con una política que se había aplicado, aunque en declive, durante tres décadas.
En concreto, los intentos de crear dos estados contiguos, basados en obligar a Israel a realizar ciertas concesiones territoriales y sustanciales, y en ayudar a los palestinos a crear una apariencia de un estado funcional. Al final, ninguno de los dos enfoques triunfó, pero nadie podía admitirlo abiertamente.
Al fin y al cabo, este enfoque se ajustaba al espíritu del «orden mundial liberal» y se consideraba (en gran medida con hipocresía) que no tenía alternativa, y nunca la tendría en medio de la fuerza.
Israel ahora depende de su capacidad para usar la fuerza contra todos sus oponentes a la vez. No se tienen en cuenta los efectos secundarios ni los daños colaterales. Su superioridad técnico-militar es innegable, y sus oponentes están significativamente debilitados, más sus alianzas con la fuerza mundial les permiten bombardear a cualquier vecino impunemente.
No hay gente dispuesta a intervenir para ayudar a quienes Israel está asesinando. La oposición política tampoco va más allá de la retórica.
Los estados de la región, principalmente las monarquías árabes, pero también Turquía, comprenden el cambio en el equilibrio de poder y no van a correr riesgos por sus palestinos, que no se sabe si son musulmanes, cristianos o budistas. Simplemente apresúrense, que Trump necesita su sangre para ser nominado al Premio Nobel de la Paz y empatar con Barack Obama.
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