Hollywood y los monos de la derecha internacional en sus algoritmos e influencer del siglo XXI

Por Henry Polanco
Es Hollywood el mejor ejemplo, como nos acostumbró a escenas en las que un solitario héroe rescata a una indefensa víctima de las garras de un grupo de villanos, generalmente armados hasta los dientes y más numerosos, pero esa ciudad de las estrellas del cine rentable es la máxima expresión de lavado de cerebro.
Habitualmente, el rescate se realiza de forma abrupta, con el héroe ingresando en escena a los tiros, disparando hacia todos lados, como mono con metralleta.
Nos viene a la mente el personaje de Rambo, en el que un solitario soldado estadounidense se enfrentaba al ejército vietnamita, armado solo de un cuchillo, un arco que lanza flechas de misiles, a lo sumo una metralleta, y una cinta roja pegada a su frente; un héroe único cuya causa de luchar no se describe.
Pero la realidad fue diferente a la fantasía creada por la cinematografía estadounidense para calmar los traumas y ansiedades de su pueblo. En el mundo real, el poderoso era el ejército estadounidense agresor e invasor, que invadió a un pueblo más débil, y la cuestión no terminó con la victoria del “héroe” norteño, sino con su salida humillante de Vietnam.
Rambo fue parte de un discurso, fue un relato, una representación que buscaba formatear la memoria del pueblo estadounidense, que no debía percibirse y aceptarse como un invasor derrotado, un Goliat, sino todo lo contrario: la cultura estadounidense necesitaba de la otrora representación del american way of life, la del modelo a seguir, la del heroico líder del mundo libre que se enfrenta a poderosos enemigos, que son modelos de yugo y dictadura en la memoria y escuela estadounidenses. Es redescribir la historia del gigante domado.
Las representaciones configuran ideas e imágenes de uno mismo y de “los otros”, crean percepciones, sentidos comunes y emociones que construyen “verdades” que no necesariamente se corresponden con la realidad; en definitiva, imaginarios. Y repetitivo: Roma inventaba muchas historias contra los líderes cartagineses.
La estrategia del “mono con metralleta” se ha vuelto útil en otros ámbitos: nos hemos habituado a la verborrea y explosivas afirmaciones de Donald Trump, Jair Bolsonaro, Javier Milei, Nayib Bukele, José Antonio Kast, Marine Le Pen, Matteo Salvini, Rodolfo Hernández, o a las de los difuntos Eduard Limonov y Jörg Haider, entre otros. ¿Qué ganan “disparando” afirmaciones explosivas, mentiras flagrantes o agresiones escandalosas, haciendo algoritmos con influencer y empresas que promueven esos productos como valores de superación y satanización del contrario, llámese progresismo o izquierda cualquiera?
Si ponemos sobre la mesa tres aspectos para pensar una posible respuesta:
Primero, la incorrección política rinde, capta adeptos y, a veces, favorece y se retroalimenta de la aparición o autopercepción de los outsiders o influencer, quienes a su vez cuestionan las leyes de la tolerancia mutua, entendida como la aceptación colectiva de acordar la posibilidad de no acordar, aspecto indispensable en todo sistema democrático.
La propia figura del outsider es también otra representación perceptiva que busca moldear y atraer jóvenes de poca profundidad, imantados por la idea de lo fácil como inteligente, y elevar el individualismo como superación personal.
Segundo, la mentira juega un rol sustancial en los discursos fascistas, reaccionarios y populistas, al apuntar sus objetivos hacia la conformación de un mensaje emocional que no necesita ser confirmado o contrastado, sino todo lo contrario, y que logra alimentar y apuntalar una idea preconcebida. Una política en la que no salimos al encuentro y al debate con el otro, en la que solo consumimos medios y mensajes compatibles con nuestros parámetros referenciales, no interactuando o intercambiando mediante la circulación de mensajes y concepciones diversas; en definitiva, lo que Google hace en internet al preestablecer las preferencias de nuestro motor de búsqueda, o lo que Julián Kanarek denomina política algorítmica.
Así, los individuos consumen y circulan mensajes políticos restringidos a su burbuja, donde solo se escucha, se lee y se dialoga entre quienes piensan igual.
Una realidad agravada por el control de los motores e historiales de búsqueda, el robo y manejo de bases de datos, la utilización de la inteligencia artificial y la expansión del uso de “las redes”, que tan caras han salido gracias al boom de las fake news, y estos, a su vez, como circulación de información, consiguen muchos adeptos a su imaginario cayendo en la locura de individuos de poco razonamiento, como los que dirigen en la Casa Blanca hoy.
Estas mentiras (hoy actualizadas como fakes) permiten elaborar representaciones y mitos, y desde allí generar miedos. Y estos aspectos son esenciales a la hora de manejar una política de las emociones (o de un tipo de emociones) que deteriore las posibilidades de la política misma, pues ¿no es acaso esta el arte de aceptar la existencia del otro, de negociar, de ceder para ganar?
Tercero, el rol de las percepciones de los “indignados” se complementa con los dos aspectos anteriores: sin indignados la fertilidad del discurso reaccionario disminuye, mientras que en tiempos de indignación la ira florece.
La sensación de indignación obstruye la tolerancia mutua, y si esta desaparece se favorece y alienta el auge de las posturas antisistema, de la antipolítica, que habitualmente exponen políticos que se presentan como outsiders de la derecha fascista, y que pertenecen al mismo campo de los derechos reciclables para emerger como los contra sin causas.
Pero la indignación y la ira también tienen raíces económicas y culturales que se vuelven políticas: si frente a las crisis económicas digo “no me siento representado y protegido por el Estado”; si frente a los procesos de la globalización siento desvanecer mi identidad, entonces podría ser más propenso a alejarme de las bases democráticas si siento que estas no funcionan; o a no aceptar la posibilidad de la tolerancia mutua, a refugiarme aún más en mis identidades amenazadas, a desconfiar de “los políticos” y “los gobernantes”, favoreciendo así una crisis representacional y, por tanto, una crisis democrática, precedida por la demonización de los políticos.
Los partidos y, por tanto, la política misma han contribuido con este panorama al violar y no aplicar responsablemente un juego democrático participativo, y al privilegiar sin causas los entornos de los líderes, sin bases de mérito reales, ni domesticar las aspiraciones de los miembros de las organizaciones. Así surgen los monos con metralletas en las redes sociales.
Esta estrategia, que puede parecer caótica y agresiva discursivamente, no debe ser subestimada, ya que puede llegar a definir y condicionar la agenda política, a crear amenazas, a canalizar indignaciones y a encauzar estas hacia la identificación y el apoyo a movimientos, colectivos, partidos y líderes reaccionarios.
Estas derechas reaccionarias se presentan como outsiders del sistema político, como luchadoras frente a la globalización y al statu quo dominado por los poderosos, pero en realidad son parte del mismo fracaso del sistema, que se quedó sin respuestas a la desigualdad social, a la injusticia social y a la distribución de las riquezas. En cambio, sigue la dependencia del modelo operador.
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