Salud mental y violencia: la deuda pendiente del Estado Dominicano.

Por Erika Araujo / Politóloga
En nuestro país estamos viviendo meses difíciles. La violencia se ha infiltrado en todos los espacios de nuestra vida cotidiana, desde los hogares hasta las calles, dejando un rastro de dolor que no se limita a quienes sufren los crímenes directamente, sino que impacta a toda la sociedad. Homicidios, asesinatos dentro de familias, violaciones, violencia intrafamiliar y feminicidios se han convertido en titulares que generan indignación, miedo y una sensación creciente de inseguridad.
En los últimos meses, hemos visto casos que estremecen. Una madre en Santo Domingo Este envenenó a sus tres hijos y luego se quitó la vida, dejando tras de sí un vacío imposible de medir y un dolor que resonará por generaciones. En Villa González, una joven de 21 años fue drogada y abusada sexualmente por seis hombres; su caso se viralizó en redes sociales, mostrando cómo la violencia también encuentra formas de reproducirse en la exposición pública del sufrimiento. En Mao, Valverde, una mujer fue asesinada por su propio hermano, un acto que rompe cualquier noción de seguridad dentro del hogar, lugar que debería ser refugio y protección. Estos ejemplos muestran que la violencia no tiene límites: puede ocurrir en el espacio más cercano, en la familia, y afectar a personas de todas las edades.
Más allá de las cifras y los titulares, lo que preocupa profundamente es cómo esta violencia afecta la salud mental de todos. Vivir con miedo, presenciar agresiones, conocer historias trágicas, ver cómo los crímenes se repiten sin que parezca haber justicia, genera ansiedad, estrés, insomnio, depresión y sensación de impotencia. La violencia nos atraviesa a todos, incluso a quienes no son víctimas directas, y comienza a marcar nuestra manera de relacionarnos, de sentirnos seguros o de confiar en los demás. La salud mental no puede ser un tema secundario: es urgente que se reconozca como prioridad en nuestra sociedad, porque la vulneración del bienestar emocional repercute en familias, comunidades y en la estabilidad social en general.
La situación evidencia una deuda histórica del Estado y del gobierno actual con la ciudadanía. A pesar de las promesas y algunas políticas anunciadas, la respuesta sigue siendo insuficiente y muchas veces tardía. La falta de recursos, la burocracia, la ausencia de mecanismos efectivos de prevención y protección, y la limitada supervisión de las instituciones encargadas de garantizar seguridad y justicia contribuyen a que la violencia se mantenga y se reproduzca. Cada caso trágico expone la fragilidad de la acción gubernamental y la ineficiencia de políticas públicas que deberían protegernos. La ciudadanía observa con frustración cómo crímenes graves se repiten, y cómo muchas víctimas no reciben acompañamiento, protección ni justicia real. La negligencia y la falta de compromiso político no son un accidente; son una responsabilidad directa de quienes gobiernan y toman decisiones que afectan la vida de todos.
Esta crisis nos obliga a reflexionar como sociedad y a exigir un cambio profundo en la manera en que el Estado aborda la violencia y la salud mental. Es primordial que los recursos se destinen a fortalecer servicios de apoyo psicológico, programas de prevención de violencia, campañas educativas y mecanismos de protección inmediata para quienes se encuentran en riesgo. La salud mental debe ser considerada una prioridad nacional, no un lujo o un tema secundario, porque es el pilar que permite a las personas superar traumas, vivir con seguridad y reconstruir sus vidas tras la violencia.
Mientras tanto, cada caso de violencia debería servirnos como recordatorio de que estamos ante un desafío colectivo. Las historias de tragedia no son solo estadísticas; son vidas que se pierden, familias que se destruyen y comunidades que quedan marcadas. La violencia no es un problema aislado: nos atraviesa a todos. Esto, implica también responsabilizar al gobierno y exigir medidas concretas, efectivas y urgentes que detengan la escalada de crímenes y garanticen la protección de la población.
En definitiva, la violencia y el abandono institucional nos interpela como ciudadanos, como familias y como comunidad. Nos reta a actuar, a prevenir, a educar y a sostenernos unos a otros en medio del dolor y la incertidumbre. No es fácil, pero es necesario. Porque solo entendiendo el alcance del daño, exigiendo responsabilidad política y trabajando colectivamente podremos aspirar a un país donde la seguridad y la salud mental de todos sean verdaderas prioridades, y donde el miedo deje de ser una constante en la vida de nuestra sociedad.
Deja un comentario