Trump lo pensó todo: la guerra ya no es de Netanyahu, es de Estados Unidos

Por Henry Polanco
Desde hace décadas, hemos descrito a Israel como el brazo armado de Estados Unidos en Oriente Medio. Esta relación se afianzó desde los años 60, cuando Washington se adueñó del proyecto sionista promovido por las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial, movidas por el horror al Holocausto —atribuido a los nazis— y la presión de un nuevo orden internacional.
Pero lo que estamos presenciando hoy no es solo una continuidad de esa alianza estratégica, sino un salto cualitativo: la guerra entre Israel e Irán ha sido absorbida por los Estados Unidos, que ahora la lidera directamente. Donald Trump, con su habitual estilo grandilocuente en redes sociales, ha convertido un conflicto regional en una guerra de escala global, con el peligroso ingrediente de instalaciones nucleares como blanco militar.
Un guion premeditado
Era evidente que Israel, por sí solo, no podía resistir una campaña de bombardeos sostenida por parte de Irán. Al igual que en la Guerra de los Seis Días y en la de Yom Kipur, necesitaba el respaldo total de Washington para sostenerse. Hoy, la historia se repite. Con el pretexto de frenar la supuesta creación de una bomba atómica iraní —negada incluso por el director del OIEA, Rafael Grossi—, Estados Unidos lanzó un ataque coordinado contra las instalaciones nucleares de Fordow, Natanz e Isfahán.
Trump calificó el bombardeo como un «éxito militar espectacular», pero no presentó ni una sola prueba de que los blancos hayan sido destruidos. Por el contrario, Irán sorprendió al declarar que el equipo nuclear más sensible ya había sido retirado y ocultado previamente. ¿Un simulacro? ¿Una coreografía para mostrar músculo sin consecuencias reales?
La guerra de las grandes bombas
El Pentágono movilizó seis bombarderos furtivos B-2 Spirit para lanzar doce bombas anti-búnker GBU-57 sobre Fordow, cada una con un peso de 13.6 toneladas y un costo aproximado de 500 millones de dólares. Estas bombas están diseñadas para perforar hasta 60 metros de tierra o 19 metros de concreto antes de detonar. Son verdaderas armas de destrucción de estructuras subterráneas, cuyo uso está reservado a operaciones estratégicas de alto nivel.
Simultáneamente, submarinos nucleares estadounidenses lanzaron más de 30 misiles Tomahawk contra otras instalaciones, algunos de ellos también equipados con “bombas búnker”. Cabe recordar que estos misiles pueden portar ojivas nucleares de hasta 150 kilotones, una capacidad varias veces superior a la bomba de Hiroshima.
Pese a todo este despliegue, los complejos subterráneos iraníes están, según Teherán, a más de 100 metros de profundidad. Para destruirlos completamente, se necesitarían múltiples impactos precisos y simultáneos, algo que incluso para la tecnología militar estadounidense resulta una hazaña difícil.
¿Qué buscaba Trump?
El objetivo político parece claro: reforzar su imagen de líder fuerte en plena campaña electoral, posicionar a EE. UU. como el gendarme del mundo y arrinconar a Irán para obligarlo a negociar. Trump espera que Teherán, presionado por Moscú y Pekín, ceda en su ambición nuclear y acepte restricciones a cambio de promesas vacías. A cambio, él podrá presentarse como el salvador de Occidente.
Pero hay otros escenarios posibles. Irán podría continuar atacando a Israel sin involucrar directamente a Estados Unidos, lo que mantendría el conflicto en un nivel manejable para Washington. Eso sí, Tel Aviv pagaría un alto precio: quedar aún más expuesto al odio regional, sin que ni siquiera su sofisticado sistema antimisiles de “cuatro capas” pueda ofrecer protección total.
Una guerra que ya no es de otro
Lo cierto es que Trump ha dado un paso irreversible. Al ordenar el bombardeo de instalaciones nucleares, ha cruzado una línea peligrosa. Ya no se trata solo de proteger a Israel, sino de usar su conflicto como escenario para una demostración de poder global. Es, como en Irak, una guerra justificada con medias verdades y mentiras útiles. Hoy no hubo un tubo de ensayo con detergente, como el de Colin Powell en la ONU, pero el guion es el mismo.
La guerra ya no es de Netanyahu. Es de Estados Unidos. Y el mundo observa, con la angustia de saber que cuando las bombas caen, siempre hay consecuencias —aunque algunos crean que pueden evitarlas con discursos grandilocuentes y ataques quirúrgicos.
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