LA GEOPOLÍTICA DE LA DIPLOMACIA DE LOS PUEBLOS
Por Henry Polanco
Toda reconfiguración en el tablero geopolítico global obliga a una re-conceptualización de los términos de integración en la nueva fisonomía planetaria que diseña un nuevo orden mundial.
Donde Integrarse no quiere decir capitular sino tasar en qué medida se asegura soberanía, administrando del mejor modo posible los grados de dependencia que se hereda y se adquiere en una distribución mundial de funciones. Un nuevo orden mundial impone nuevos equilibrios, los cuales evidencian un reemplazo de poderes y, concomitantemente, una nueva distribución de las áreas geoestratégicas, que hoy en día tiene que ver de modo más apremiante con el acceso, explotación y distribución de los recursos energéticos.
En ese sentido, para entender un nuevo contexto, se requiere de un nuevo marco de interpretación geopolítica que pueda proporcionarnos una perspectiva estratégica en la nueva disposición del tablero global.
En ese contexto es que precisamos afinar conceptualmente lo que todavía, de modo retórico, aparece como «diplomacia de los pueblos». La nueva objetividad que han constituido los procesos populares no tanto los gobiernos, que nos encomiendan la tarea de pensar y tasar las posibilidades de irradiación del poder estratégico que emerge de una nueva cosmovisión alternativa al paradigma hegemónico aunque ya en plena decadencia de la visión anglosajona de las relaciones internacionales.
En ese sentido también debemos reconstituir el concepto de geopolítica; consecuentes con una descolonización en el ámbito de la producción de conocimiento, conviene aclarar cómo esto acontece en la geopolítica.
Por lo general se entiende a esta dimensión, la geopolítica infrecuente en las ciencias sociales, como la lectura política del espacio geográfico.
Pero las generalidades ayudan poco; pues con definiciones laxas no se puede impulsar, de modo clarificado, apuestas políticas concretas. En el caso de la geopolítica esto es inexcusable, pues es cuestión de vida o muerte; porque se trata siempre de sobrevivir, de modo estratégico, en un nuevo diseño global.
Entones establezcamos, de modo sugerente, una aproximación más explícita al contenido del concepto que requerimos, de modo urgente, en esta transición civilizatoria.
Con la decadencia de Europa y USA y, con ellos, con el desplome paulatino y sistemático del paradigma de vida moderno-occidental, conviene proponer las alternativas, que empiezan teóricamente en el campo epistemológico y concluyen prácticamente en el ámbito político.
Cuando se critica al socialismo del siglo veinte, curiosamente, no se explicita algo que concierne de sobremanera a la reflexión geopolítica: no se puede ofrecer un diagnóstico real del mundo que vivimos con categorías provenientes del siglo pasado (que responden a un orden ya fenecido), más aún si estas categorías corresponden a la cosmovisión imperial (donde los países pobres que desaparecen de toda consideración).
El por qué la geopolítica es un asunto de suma importancia para el centro del mundo, pero no así para la periferia, muestra el grado de capitulación hasta epistémica que protagonizan las elites (políticas e intelectuales) de nuestros países.
Porque básicamente en la dimensión geopolítica es donde se evidencia la clasificación antropológica que presupone la dicotomía centro-periferia, como la formalización cientificista del racismo metafísico moderno, sintetizado en la primera dicotomía moderna: civilizado-bárbaro, o sea, superior-inferior.
Esa dicotomía es lo que hace posible el sistema-mundo moderno. Sin esa dicotomía, de carácter desigual, no tiene sentido la administración jerárquica, racializada y estructuralmente injusta de la centralidad europeo-norteamericana por sobre el resto del mundo.
Pero ahora nos enfrentamos al desplome de ese orden, impuesto por esa centralidad. El desplome se inicia el 2001, cuando el mundo unipolar proclama la «guerra contra el terrorismo», inaugurando el reino de la propaganda mediática o mediocracia, como parte sustancial de las guerras de cuarta generación (conocida en la actualidad como «el mundo de la post-verdad») que profetizaba un supuesto «choque de civilizaciones», (Huntintong), no siendo otra cosa que una guerra declarada de la globalización contra la humanidad y el planeta.
Lo que la globalización neoliberal hizo al resto del mundo, se volvió contra ellos; por eso ahora sus estrategas -entre ellos el propio Henry Kissinger diagnostican un posible retorno a la situación que imponía el famoso tratado de Westfalia, de 1648, donde se proponía un equilibrio entre potencias, una vez desmantelado el Imperio español.
Eso significa una recuperación del concepto de soberanía y un equilibrio pactado de poderes; porque lo apremiante en la situación actual es que un conflicto entre regiones puede ser más letal que una lucha entre naciones. Lo que no se atreven a decir es que la cosmogonía geopolítica del primer mundo ya no goza de legitimidad mundial y que la propia sobrevivencia de sus Estados depende, muy a su pesar, de la ya iniciada des-globalización mundial.
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