LAS CONSTITUCIÓNES Y LOS DERECHOS HECHOS A LAS MEDIDAS
Castañeda señala en su obra que los derechos fundamentales son aquellos «derechos, libertades, igualdades o inviolabilidades que, desde la concepción, fluyen de la dignidad humana y que son intrínsecos de la naturaleza singularísima del titular de esa dignidad.
El Maestro Castañeda puede tener muchas razones en su interpretación de los derechos garantistas en las constituciones modernas Tales atributos, facultades o derechos públicos subjetivos son, y deben ser siempre, reconocidos y protegidos por el ordenamiento jurídico, permitiendo al titular exigir su cumplimiento con los deberes correlativos,
En nuestro ordenamiento constitucional consideramos que por derechos fundamentales o humanos puede entenderse el conjunto de facultades e instituciones que, concretan las exigencias de la libertad, la igualdad y la seguridad humanas en cuanto expresión de la dignidad de los seres humanos, en un contexto histórico determinado, las cuales deben ser aseguradas, promovidas y garantizadas por los ordenamientos jurídicos a nivel nacional, supranacional e internacional, formando un verdadero subsistema dentro de estos.
No obstante, en el modelo político establecido por el capitalismo, que vino a sustituir al absolutismo, las constituciones pasaron a ser el documento jurídico que ponía límites al poder personalista de la antigua minoría dominante.
Sirvieron para dignificar a los individuos comunes y permitieron que se hablara de un Estado de Derecho, hoy se admiten como un » Un Estado Social Democrático de Derechos.»
En síntesis, facilitaron que el poder político, exponente formal del poder económico ante las masas, se sometiera a control racional y las gentes ganaran en presencia política, garantías fundamentales para la convivencia pacífica.
De manera que se reconociera a las personas como ciudadanos, asistidos de derechos y obligaciones, y dejaran de ser consideradas como súbditos del gobernante de turno.
Tales declaraciones de intenciones, formalmente suscrita al más alto nivel normativo, venía funcionando en virtud de la llamada separación de poderes o, al menos, de las dos funciones fundamentales teóricamente independientes que marcan la marcha del Estado.
No obstante, ya se veía que la parafernalia constitucional en torno a los derechos individuales, de un lado, era un listado de concesiones intelectuales iluminadas por la Ilustración y, de otro, que su vigencia quedaba a disposición de la minoría dominante.
Los llamados ciudadanos eran y son en realidad masas dirigidas por la elite, dispuesta a guardar las distancias, blindada por la autoridad que le otorgara la democracia representativa, y la masa, es decir, la estadística de los ciudadanos de nombre, siguieron siendo masas incapaces de conquistar sus derechos.
A la distancia se mantenía blindando a la minoría dirigente en sus actuaciones incluso en ocasiones especiales, legalizando su voluntad personal en situaciones de excepción, alarma y sitio, convirtiendo en tales supuestos todo aquello de los derechos y libertades en papel mojado.
Así pues, la apariencia se iba manteniendo, aprovechando situaciones de normalidad social, pero cuando emergía la excepcionalidad a los ejercientes del poder se les veía el plumero.
Hoy, ante un suceso que está poniendo a prueba el carácter tolerante de las personas civilizadas, todo eso de los derechos y libertades palidece y las constituciones en sentido puro se tambalean, porque está resultando que el poder político, lejos de ser asunto de la ciudadanía en virtud de la democracia representativa, es materia exclusiva de la minoría dominante, y negando los valores de una democracia participativa de los verdaderos sectores sociales.
Por otra parte, no hay llamadas a la responsabilidad funcional ni mucho menos se ponen límites a la ineptitud que están demostrando las elites políticas, económicas y científicas, simplemente se limitan a descargar la culpabilidad del actual estado de desastre en la temeridad de la ciudadanía.
Lo único claro es la voluntad de la elite política, asesorada por las otras dos, de reafirmar su papel como conductora de la manada y dejar constancia de la vigencia del elitismo, que luce en todo su esplendor.
Realmente la emancipación de las masas ha avanzado poca cosa, a pesar de su creciente influencia en ese mercado hábilmente controlado por las empresas, su papel político es ocasional e irrelevante, porque el negocio político se cuece a sus espaldas.
Las constituciones son desbastadas progresivamente por el propio poder en defensa de sus particulares intereses de clase y de partido.
De esta manera, los derechos y libertades de la ciudadanía se encojen.
Sin el menor pudor, la dignidad de las personas, el libre desarrollo de la personalidad y los derechos inviolables, tan sonados, así como como la libertad de movimientos, la seguridad, el respeto al recinto domiciliario, la libre elección de residencia, el derecho a opinar abiertamente, la intimidad o la salud, solo por citar algunos, se obvian en lo posible, en virtud de la autoridad que otorga al que manda el estado de pandemia.
Aunque hay que dejar claro que si ahora la disculpa para mandar sin limitaciones, o haciendo uso de una legalidad de conveniencia, es el problema sanitario, pudiera servir a los mismos fines cualquier otro que diera la misma oportunidad para mandar e imponerse sobre el gobernar.
Parece como si no se quisiera entender que, a pesar de las justificaciones para salir del paso, cuando los mandatos constitucionales se tergiversan acudiendo a artilugios pseudo-jurídicos, de inmediato se pierde la confianza en el Derecho, el sistema hace agua y el proyecto aperturista fracasa.
Las gentes o personas empiezan a percibir que todo ese mundo de derechos otorgados a las masas, en realidad solo sirven para reforzar el poder de la minoría política dominante y del entramado económico, porque cuando se trata de hacerlo realidad se sitúa por detrás de los intereses dominantes.
Objetivamente considerada la situación actual, ya no sirven los argumentos de excepcionalidad, que se prolongan en el tiempo sin alcanzar soluciones efectivas, tal y como la realidad viene demostrando.
Tampoco es válido tratar de silenciar otras visiones e incluso ocultar el sentido común, en base a establecer la sumisión general a la autoridad de la minoría políticamente dominante. Y mucho menos que el imperio mediático oficial alardee de estar en posesión de la verdad, porque está deslegitimado al ponerse al servicio de intereses particulares, pocas veces al del interés público y, si lo hace, este último es víctima de la manipulación de los primeros.
Por eso hay concluir diciendo lo expresado, por el Eclesiastés, Todo tiene su tiempo: y lo que hoy sólo sirve de trajes a las medidas para las élites dominantes, mañana estará obsoletos para esa misma clase, los trabajadores, algún día despertarán del letargo alienados a que han sido sometidos por los bloques parasitarios de los políticos vendidos.
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